Ricardo Flores Magón en un Vagón

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Dedicado a Felipe Díaz

El viaje a través de la urbe probablemente sea una de las muestras más evidentes de lo que la estructura económica ha hecho con gran parte de nuestra vida. A las siete de la mañana es posible ver con claridad cómo millones de personas comienzan a hacer girar el engranaje, levantándose, preparándose y saliendo de sus casas de forma masiva hacia el lugar donde pasarán gran parte del día trabajando. Bastante parecido a un río de uniformes grises con miles de afluentes que vienen desde distintas comunas, sectores y calles de la ciudad, llenando las micros y vagones de metro.

Ese ir y venir pareciera nunca detenerse y probablemente cada uno de nosotros entregue varias horas diarias a esta vorágine de cemento y torniquetes que giran como las aspas de una gran moledora de carne. Al terminar la jornada las caras cansadas se reflejan en las ventanas, las manos cuelgan de los pasamanos y el pulso de la existencia lo marcan las detenciones en cada paradero y estación. Inhalar, exhalar, Santa Lucía, Universidad Católica, Baquedano.  A eso nos hemos acostumbrado, aunque a lo largo del día posiblemente muchos nos demos cuenta de lo inhumano que es.

Sin embargo, muchas veces es posible encontrar, entre el bullicio y la inercia, un espacio de crítica y reflexión, un paréntesis entre el ruido imparable de las calles donde respirar, acordarnos de nosotros mismos y de nuestras ideas. En fin, un espacio para sentirnos vivos.

A veces esos espacios aparecen de forma más sutil, otras son como enormes puertas que se nos abren y nos dejan entrar en variados y vívidos territorios. Al menos eso fue lo que yo sentí hace algunas semanas en uno de los vagones de la tediosa Línea 4. De pronto en una de las detenciones entró una joven, quien empezó a realizar un monólogo y cuya dramatización envolvió a gran parte de los que estaban en ese metro, excepto a aquellos que no consiguieron levantar la cabeza de sus celulares y sacarse los audífonos aunque sea por un momento. En pocos minutos ella logró capturarnos por completo con sus ademanes, gestos y expresiones, sin contar su ir y venir a través del pasillo.

En su monólogo la joven nos fue contando una curiosa historia que trataba sobre un pueblo donde el hambre y la pobreza golpeaban fuertemente a sus habitantes, quienes caminaban por las calles sin tener dinero para comprar algo para alimentarse y saciar su estómago. Sin embargo, en una de las repisas de un negocio había un enorme pan que nadie había comprado durante el día y que, por una extraña razón, los hambrientos no se atrevían a tomar. Por su parte, este pan, también caracterizado por la joven, se preguntaba cuál era la razón de que nadie lo tomara para llevárselo a la boca, ya que él era un pan y su razón última de ser era poder alimentar a quien lo necesitara.

Era así como, separados por una delgada vitrina, los hambrientos y el pan se observaban sin poder encontrarse. La razón de esto, y probablemente también la moraleja de esta fábula, era que entre el hambriento y el pan existía una absurda concepción humana que algunos llaman “ley”. Era debido a las imposiciones sociales, legislativas e incluso religiosas que los hambrientos no se atrevían a tender su mano, tomar el pan y saciar su hambre con él.

El mensaje se entendió a cabalidad, aunque fuera contrario a la moral establecida y asumida por la sociedad. Al menos eso pude ver por la expresión de la gente y por el aplauso que esporádicamente soltaron algunos, aunque no muchos, espectadores del metro. En pocos minutos la joven había puesto una interesante temática sobre la mesa: la necesidad por sobre la ley. En realidad hay muchas formas de abordar y entender esto, ya que el relato no sólo era una crítica a la ley, sino también al acaparamiento de mercancía típico de la estructura capitalista. La verdad es que quedaba en el aire algo así como una invitación a tomar lo que necesitemos aunque esté prohibido, es decir, a expropiar.

Entonces muchas cosas se vienen a la mente, si bien el cuento hablaba sobre un simple pedazo de pan el tema del robo es mucho más amplio y más complejo. Mientras sacaba las lecciones del relato no pude dejar de pensar en otros tipos de expropiación y acordarme inmediatamente de Sebastián Oversluij, quien murió baleado mientras asaltaba un banco en Pudahuel y de tantos otros que han perpetrado acciones que, aunque fueran ilegales, suelen ser totalmente justas y necesarias. En realidad vivimos en un mundo donde nuestro tiempo se nos quita diariamente, donde lo que necesitamos para vivir está acaparado en supermercados y grandes tiendas e incluso la tierra y los ríos han sido privatizados por los poderosos. Desde ese punto de vista todo es un gran pan para tomar y saborear hasta el hartazgo.

En cuanto terminó su presentación la joven explicó que venía de una compañía teatral itinerante, la cual se dedicaba a difundir el arte callejero en la ciudad para precisamente intervenir la rutina asfixiante a la cual los pasajeros están tan habituados. Además confesó que la obra que acaba de interpretar para nosotros estaba basada en un cuento de Ricardo Flores Magón, revolucionario y anarquista proveniente de las tierras dominadas por el Estado Mexicano. Probablemente ese fue para mí la culminación de ese momento, ya que me di cuenta que detrás de la enseñanza de aquel relato además había toda una vida de lucha por la libertad que, a pesar del tiempo transcurrido y la evidente resignación de gran parte de la sociedad, podía llegar a tocar los sentimientos e ideas de todos los que estábamos ahí.

El autor del relato, Ricardo Flores Magón, es considerado uno de los precursores de la Revolución Mexicana y de los procesos sociales allí vividos, donde se luchó por una vida más digna, siempre del lado de los campesinos y trabajadores. Además participó de otros varios conflictos tanto en territorio mexicano como en otras partes del mundo, a la vez que contribuía en publicaciones en las que difundía sus ideas contra el gobierno y los poderosos. El año 1918 redactó un manifiesto dirigido a todos los anarquistas del mundo, con ideas claras y concisas que le costaron 20 años de prisión en las cárceles de Estados Unidos. Finalmente Flores Magón muere el 20 de noviembre de 1922 en la penitenciaría de Leavenworth en Kansas, casi ciego y fuertemente golpeado por un inhumano y brutal régimen carcelario. En general fue un hombre que lo dio todo por sus ideales y que, un día cualquiera y sin previo aviso, se paró frente a mí en un vagón.

Por otra parte, recuerdo que en ese momento también noté cómo la joven miraba disimuladamente a su alrededor, claramente para estar atenta a los muchos guardias que suelen andar por los vagones, expulsando a los artistas callejeros que intentan ganar algunas monedas a cambio de entregar vida a los pasajeros. Ahora, semanas después de aquella presentación fugaz, este hecho toma más valor para mí al enterarme de una trágica noticia. Un joven de 25 años, llamado Felipe Díaz, que solía tocar la armónica afuera del metro de Pudahuel fue expulsado del lugar, acusado por los guardias de ser un farsante y un inútil. Debido a la humillación, la cual debe haber vivido varias veces en su vida debido a su ceguera, el joven decide suicidarse.

«No sé qué daño o qué inseguridad podría haberle provocado a Metro que él tocara su armónica, él la tocaba hace muchos años allí en el metro y tampoco engañaba a nadie, él no pedía monedas, la gente le daba monedas por el cariño que le tenían», dijo su hermano Mauricio en una entrevista radial.

En realidad, no sabría por dónde empezar a hablar sobre este tema, sólo mencionar la impotencia y rabia que genera una historia como esta, donde la ley pasa por encima de toda lógica y termina por quitar las ganas de vivir a un joven que sólo intentaba ganar un poco de dinero haciendo música. La violencia y el absurdo resultan evidentes cuando arrasan de esa forma con las ansias de alguien. Pienso en los muchos y bellos sentimientos que tuve cuando presencié la obra de Ricardo Flores Magón y agradezco infinitamente ese momento de liberación, alegría y reflexión. También pienso en Felipe, en su armónica, en su suicidio, en esta estructura que nos violenta y que busca secar hasta el último gesto de libertad. Es así como aquello que llaman ley, esa misma que evita que los hambrientos tomen el pan, llevó a un joven músico a la muerte.

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(fotografía de Felipe Díaz)

Encontrarme con una obra como la que presencié en un simple viaje en metro, donde no esperaba más que un rato de aburrimiento y caras desganadas, fue algo que realmente me llenó de alegría, un momento que me recordó que quienes se revelan a este sistema de dominación siguen deambulando por esta ciudad, plasmando sus ideas en todo lo que hacen y denunciando de forma clara y convincente lo que les parece mal e injusto. También me quedó dando vueltas el nombre de Ricardo Flores Magón durante varios días en la cabeza, confirmándome que aquellas mentes capaces de salir de las casillas morales nunca son olvidadas, sino que trascienden y son recordadas por quienes sienten dentro de sí el germen de la rebeldía. Me parece muy bello que hoy en día, casi cien años después de la muerte de Flores Magón, una joven reviva sus palabras y logre subvertir, aunque sea por un momento, nuestro presente.

La Torta de Pan

Por Ricardo Flores Magón

Desde el escaparate de una tienda, la torta de pan contempla el ir y venir del gentío anónimo. No son pocos los que, a través de la vidriera, le arrojan miradas codiciosas, como que su dorada costra luce como invitación al apetito, tentando al pobre a violar la ley. Hombres y mujeres, viejos y niños, pasan y repasan a lo largo del escaparate, y la torta se siente mordida por las mil miradas ávidas, las miradas del hambre, que devoran hasta las rocas.

A veces la torta se estremece de emoción; un hambriento se detiene y la mira, ardiendo en sus ojos la chispa expropiadora. Alarga la mano…; pero para retirarla vivamente, el frío contacto del cristal le apaga la fiebre expropiadora, recordando la Ley: ¡no hurtarás!

La torta, entonces, se estremece de cólera. Una torta de pan no puede comprender cómo es que un hombre que tiene hambre no se atreva a hacerla suya para devorarla, con la naturalidad con que una acémila muerde el haz de paja que encuentra a su paso. La torta piensa:

—El hombre es el animal más imbécil con que se deshonra la Tierra. Todos los animales toman de donde hay, menos el hombre. ¡Y así se declara él mismo el rey de la creación! Heme aquí intacta, cuando más de un estómago ordena a la mano irresoluta que me tome.

El gentío pasa y repasa a lo largo de la vidriera devorando, con los ojos, la torta de pan. Algunos se detienen frente a ella, lanzan miradas furtivas a derecha e izquierda… y se marchan a sus hogares con las manos vacías, pensando en la Ley: ¡no hurtarás!

Una mujer —la imagen del hambre— se detiene, y con los ojos acaricia la costra dorada de la torta de pan. En sus brazos escuálidos lleva un niño, escuálido también, que chupa ferozmente un pecho que cuelga mustio como una vejiga desinflada. Esa torta es lo que necesita para que vuelva a sus pechos la leche ausente…

En sus bellas pestañas tiemblan dos lágrimas, amargas como su desamparo. Una piedra, al contemplarla, se partiría en mil pedazos… menos el corazón de un funcionario. Un gendarme se acerca, robusto como un mulo, y, con voz imperiosa, ordena: “¡Circulad!”, al mismo tiempo que la empuja con la punta del bastón, siguiéndola con la vista hasta que se pierde, con su dolor, en medio del rebaño irresoluto y cobarde…

La torta piensa:

—Dentro de unas horas, cuando ya no sea yo más que una torta de pan viejo, seré arrojada a los marranos para que engorden mientras miles de seres humanos se oprimirán el vientre mordido por el hambre. ¡Ah!, los panaderos no deberían hacer más pan. Los hambrientos no me toman porque tienen la esperanza de que se les arroje un pedazo de pan duro en cambio de su libertad, trabajando para sus amos. ¡Así es el hombre! Un pedazo de pan duro para entretener el hambre es un narcótico que adormece, en los más, la audacia revolucionaria. Las instituciones caritativas, con las piltrafas que dan al hambriento, son más eficaces para matar la rebeldía que el presidio y el cadalso.

El “pan y circo” de los romanos encierra un mundo de filosofía castradora. Cuarenta y ocho horas de hambre universal, enarbolarían la bandera roja en todos los países del mundo…

La mano del dueño, que tomó la torta con destino a los marranos, puso un “hasta aquí” a los pensamientos subversivos del pan.

Regeneración, 4ta. Época, núm. 222

22 de enero de 1916

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